Vincent hace queso y me deja mirar

Agosto 2019, Sallent de Gállego

Maria Luisa dice que hoy nos va a llevar a la cabaña del pastor, a ver si tenemos suerte y tiene queso para vender.

Cogemos el coche y, detrás de la curva que baja de Formigal, la vemos: la cabañita, encabezada por un cartel de madera escrito a mano, que pregona "Fromage".

Gracias al dominio del francés de mi tía Maria Luisa -marca inconfundible de los escolarizados en la posguerra-, charlamos un rato con el pastor y su mujer, mientras envuelven el pedazo de queso. 
En la mitad de la conversación, Maria Luisa me coge de la espalda y me pone delante de ellos, como quien presenta una sobrina tímida a un buen pretendiente. Les dice que me interesa la quesería y que me gustaría ver cómo hacen queso.








Vincent y Colette me invitan a trabajar con ellos el día siguiente. Oui, oui, digo, claro.

Muy temprano, rehago las curvas y me planto en su barraca de verano, esta vez sin ni una pizca de francés ni escolarización de posguerra.

Ellos pasan aquí los meses "calurosos" porque el gobierno francés les cede una cabaña y mucho, mucho campo empinado para pastar las ovejas. Es una especie de contrato público de transhumancia, o algo así.

Desayunamos a las 7h. Ya es de día, pero hay mucha niebla. Estamos en la carretera que hila el Pirineo aragonés con el Pirineo del Bearn francés, en el Valle occitan d'Ossau. 
La cabaña es una casita de dos habitaciones: una donde se hace vida y otra donde se hacen los quesos.

Desayunamos huevos, té, y verduras. Algo de queso también, claro. Colette insiste en que coma más y me saca conversación en un castellano bastante decente. Me cuenta que ella trabajó de azafata durante muchos años -Tokyo-París- y que conoció a Vincent porque su hijo era cartero y les hizo de celestina. Dice que la vida de pastora, cruzando a pie territorios sin límite, es fascinante; mucho mejor que traspasar fronteras desde el cielo.

Antes de las 8h (si no recuerdo mal), salimos con Vincent a muñir las ovejas. Una a una, las hace pasar por un enrejado y las atrapa con sus piernas. Vincent y yo no nos entendemos (porque los idiomas se cortan en las fronteras), pero me hace saber que no le molesta mi presencia. Pulgar hacia arriba cuando le señalo la cámara y le indico que me gustaría hacer alguna foto. Ça va, ça va.

Ya ha sacado la leche a las ovejas y vamos al cuartito de hacer los quesos. 
En el cuarto de los quesos sigue todo el proceso: calentar la leche, añadir el cuajo (fermento no hace falta, que es leche de oveja cruda y está muy viva), reposo, cortar la cuajada, cocinar la cuajada, drenar la cuajada, ponerla en moldes, y por hoy ya está. 
Todo en silencio: Vincent removiendo la leche en silencio, Vincent estrujando los trapos húmedos en silencio; Vincent amasando lentamente la cuajada caliente como si le estuviera haciendo un masaje, en silencio.

Solo se escuchan el grifo del agua y las moscas, peleándose por conseguir un trozo de pared libre donde descansar las alas.

Vincent se lava las manos con agua caliente al terminar. Se está un buen rato con los ojos cerrados. Quizás es su manera de descansar las alas después del trabajo.

Los quesos se apelotonan en una esquina del cuarto de los quesos, soltando suero a través de los moldes. Esperando a que el tiempo curta sus cortezas con las hambrientas bacterias y hongos del ambiente.

El día continúa. Recogemos las ovejas y salimos monte arriba Vincent, las ovejas, la perra y yo. Atrás queda la cabaña y la carretera que desciende al entramado de pueblecitos francés.
La montaña empinada se extiende delante de nosotros como si fuera una alfombra peluda. Las ovejas la roen con paciencia.

Una de ellas está coja y siempre se queda atrás. Pero no está sola. Va siempre con otra aparentemente sana, que la espera. Estoy convencida de que se acompañan, que la oveja sana la espera por solidaridad. Vincent dice que no cuando se lo pregunto (eso intento); su justificación es en francés y no la entiendo. Probablemtnte él tampoco me ha entendido y en realidad estamos de acuerdo. Secretamente sigo pensando en la solidaridad ovejil.

Caminamos y nos sentamos debajo de un árbol. Vincent saca su teléfono. Nos deletreamos los nombres para guardar el contacto; finalmente optamos por escribir cada uno el suyo en el teléfono del otro. Al teléfono que ha escrito Vincent le falta un número para ser correcto, pero nunca volveremos a llamarnos.

Darnos los números después de este día sin hablar es un intercambio cargado de simbolismo, como si nos diéramos la mano y nos miráramos los ojos al despedirnos en un cruce.

Son las 12h y Vincent da sentido (¡por fin!) a lo que realmente significaba el mediodía: el día se parte en dos. Es la hora de comer y de hacer una siesta larga. Se despide y se retira a la habitación de hacer vida para dormir.

Yo cargo mi mochila con unos cuantos kgs de queso y, ahora sí, intercambio mi correo electrónico con Colette.

Unos meses más tarde, en otoño, recibo un email con asunto 'coucou'. Colette dice que este fin de semana las ovejas han regresado a la llanura francesa, a su casa de invierno. Que ella no las ha acompañado porque estaba fuera, en una formación de yoga.

Dice que, antes de irse de la cabañita, mi tío Carlos pasó a comprar un poco de queso "de verano" (hecho durante los días de pasto veraniego en la montaña). Me da las gracias por el regalo: "le bon jambon Luis" (un regalo cortesía de mi tío, que encima les ha dicho que iba de mi parte). Dice que me esperan el año que viene.

"régalez vous le fromage avec un bon rioja !!!"

















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...La comida que me hace cantar....